Cuando alguien abandona la fe religiosa alguno de sus antiguos correligionarios puede caer en la tentación de acusarle de no haber sido nunca un "verdadero creyente", porque el verdadero creyente no se cuestiona y menos aún abandona el dogma familiar y socialmente inculcado desde la niñez. Dejar de creer puede ser visto por el entorno del reciente ateo como una traición y una autocondena. Cuestionarse la propia fe es un proceso que requiere la misma curiosidad y sentido común que aplicamos a otras facetas de la vida, pero sobre todo requiere un gran valor porque hacerse ciertas preguntas entraña el riesgo de encontrar respuestas desagradables, que pueden hacerse tambalear uno de los pilares fundamentales de la personalidad del creyente. Uno debe decidir si se aferra a sus creencias o si se deja llevar a donde la verdad lo guie.

El caso opuesto también nos resulta chocante a los no creyentes. Abandonar la razón y abrazar una confesión religiosa nos hace inevitablemente dudar de la salud mental del nuevo creyente, porque dar la espalda a la razón se nos antoja inconcebible sin haber perdido el juicio. Suponemos equivocadamente que el ateo lo es porque la busqueda de la verdad le ha llevado a adquirir el conocimiento necesario para abrirse camino entre las ridículas creencias de la confesión particular a la que fue expuesto en su infancia. El virus de la superstición religiosa sólo se combate con la medicina de la razón, aunque es imprescindible que el paciente quiera tomarse la medicina. Sin embargo puede suceder que aquel que dice ser ateo -y ciertamente lo es si no reza a ningún dios- no haya llegado a su posición frente a la religión por convicción si no por falta de adoctrinamiento. No se le enseñó a creer, pero tampoco se le enseñó a cuestionar lo irracional, y por tanto no está vacunado contra la religión. A falta de una terminología más amplia y precisa, se puede decir que no era un "verdadero ateo". Del mismo modo, se puede decir que no son verdaderos ateos aquellos que abandonan temporalmente la práctica de los rituales propios de su confesión, tal vez porque se han visto salpicados por algún acontecimiento trágico, como una muerte cercana o una grave enfermedad o accidente, cuyas consecuencias no logran comprender, y se produce en ellos un sentimiento de rencor hacia la divinidad que consideran no atiende a sus súplicas. Pasado el enfado, vuelven al redil porque su ateismo no estaba cimentado en la razón.




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